LA TRAGEDIA DEL ESTADIO NACIONAL
Era el 24 de mayo de 1964 Ángel Eduardo Pazos, uruguayo, había sido designado como el árbitro que dirigiría a peruanos y argentinos. Los espectadores que llegaron aquel día al estadio esperaban una buena actuación del cuadro peruano, con la que se podrían acrecentar las posibilidades de llegar a Tokio. Hay que recordar que cuatro años antes, la selección peruana había podido clasificar a los Juegos Olímpicos de Roma, así que todos los aficionados locales esperaban una nueva clasificación.
En el equipo peruano destacaban jóvenes figuras como Héctor Chumpitaz, Víctor Lobatón, Inocencio La Rosa y Enrique Cassaretto.
El partido se iba desarrollando con relativa normalidad, salvo algunas faltas normales en un partido de fútbol. En el minuto 15 de la segunda mitad el argentino Néstor Manfredi anotó el primer gol del encuentro, enmudeciendo al estadio. Perú empezó perdiendo el partido, repitiendo lo que ocurrió en su debut, cuando le empató a los ecuatorianos con gol de Lobatón.
Faltaba media hora de juego y Argentina se ponía adelante en el marcador. En sus tres partidos anteriores, los argentinos sólo habían recibido un gol y jamás les había empatado un encuentro. La situación estaba complicada para los dueños de casa quienes, sin embargo, se fueron con todo en busca de la igualdad.
La gente en el estadio comenzó a ponerse nerviosa. Faltaban muy pocos minutos para que concluya el partido y Argentina continuaba adelante en el marcador. De repente, en segundos, un hecho desató la alegría, luego la indignación y al final, la tragedia.
Se jugaban los cuarenta minutos del segundo tiempo y el juez Pazos anuló un gol a Víctor Kilo Lobatón. Aparentemente lo hizo porque el peruano había planchado la pelota ante el zaguero Andrés Bertolotti.
El gol anulado enardeció a los más de 47 mil aficionados que llegaron esa tarde al estadio. Desde todas las tribunas llegaron los reclamos que cada vez más se hacían más airados.
Los hinchas que habían llenado la tribuna norte zamaqueaban la alambrada. En la tribuna de oriente, los aficionados empezaron a jalar los asientos de madera hasta que consiguieron zafar los pernos que los anclaban al piso. Luego, empezaron a arrojarlos al gramado, donde aún permanecían los jugadores de uno y otro equipo.
En la popular sur, las fogatas calentaban aún más el ambiente, que estaba enardecido por lo que consideraba un injusto fallo arbitral.
En medio del caos que se producía en las tribunas, el árbitro decidió dar por concluido el encuentro debido a la falta de garantías. En ese instante, Víctor Melasio Campos, más conocido como Negro Bomba, saltó al terreno de juego y corrió en busca del juez para agredirlo. En 1964 pesaba 95 kilos por lo que fue necesario lanzarle a los perros policías para detenerlo.
La policía alcanzó al agresor y lo redujo propinándole una feroz como desigual paliza. Esto enardeció aún más a los aficionados que quisieron cobrar venganza no sólo contra el árbitro Pazos, sino también contra las fuerzas del orden que en ese momento seguían propiciando el desorden.
Edilberto Cuenca fue el siguiente hincha en ingresar por el mismo sitio por donde saltó Negro Bomba a la cancha: la esquina entre las tribunas de oriente y sur.
Allí mismo hizo su aparición otro de los protagonistas de la tragedia. El jefe policial, el comandante Jorge de Azambuja dio la orden de disparar bombas lacrimógenas contra las tribunas. Se dispararon dos contra oriente, dos contra sur y muchas contra la tribuna norte.
Mientras el árbitro y los jugadores argentinos eran escoltados a los camarines por agentes de la policía en medio de una lluvia de proyectiles, algunos oficiales lanzaron las bombas lacrimógenos a las tribunas para tratar de contener la ira de los aficionados.
Se lanzaron más bombas contra norte porque allí los aficionados fueron los más enardecidos. En un intento por calmar los ánimos, Azambuja, que tenía fama de duro e inflexible entre la población, se acercó a la tribuna norte. Los hinchas, al verlo, se violentaron mucho más.
La humareda producida por las bombas no sólo provocó la molestia ocular sino también el pánico. Miles de hinchas trataron de ganar la calle. Otros se lanzaban desde la tribuna intermedia a la tribuna baja descolgándose por entre los avisos publicitarios.
Los que trataron de salir del estadio se encontraron con que las puertas del recinto estaban cerradas. Los que llegaban detrás de los primeros siguieron presionando en su afán de escapar de los gases lacrimógenos.
La estampida humana produjo escenas desgarradoras. Decenas y cientos de aficionados cayeron al piso y fueron pisoteados por la horda. Algunos de ellos se detuvieron a buscar a sus familiares caídos y de inmediato se sumaron a la lista de los que terminaron tumbados en el piso y pisoteados.
Héctor Chumpitaz, quien alineó por Perú ese 24 de mayo, dijo que tras los hechos estuvieron dos horas en el vestuario antes de dejar el estadio.
Aquella tarde, fuera del estadio habían quedado miles de hinchas que no habían podido ingresar al no haber conseguido localidades. Algunos dicen que fue por ellos que se cerraron las puertas. Otros sostienen que el responsable de las puertas se fue del estadio a ver una carrera de autos que se realizaba cerca. Sea como fuere, los hinchas encontraron un muro a su paso. Una reja metálica donde hallaron la muerte.
En un documento oficial de la entonces Guardia Civil, se responsabilizó a la agitación comunista de los hechos. Un informe del juez instructor del 6° Juzgado, Benjamín Cisneros, responsabilizó sin embargo al gobierno de turno. Este informe se extravió en el camino.
Poco a poco fueron llegando las cifras oficiales de muertos. Al comienzo no superaban el centenar. Sin embargo, los cadáveres seguían contándose y eran apilados unos sobre otros formando columnas de hasta dos metros de alto.
Los cuerpos de los infortunados fueron llegando a los hospitales Obrero y 2 de Mayo, a la Morgue y a la Asistencia Pública de la avenida Grau. A los que eran identificados se les anotaba su nombre en un esparadrapo que era colocado en su boca.
Muchos que estaban sin identificar permanecían en los jardines de los hospitales. La situación era de tragedia nacional. Por los medios de comunicación se solicitaba ayuda y apoyo de médicos y enfermeras y también donantes de sangre.
Pero la tragedia aún no había terminado. Los aficionados que consiguieron escapar, salieron enardecidos y algunos agredieron y mataron a tres policías. A uno lo tiraron desde una tribuna a la calle, otro fue linchado y un tercero muerto a patadas.
Hay quienes sostienen que lo que ocurrió fuera del estadio no sólo fue producto del gol anulado por el juez Pazos sino también al clima de tensión política que se experimentaba en la Lima de aquel entonces.
Hubo saqueos, robos, incendios. Muchos perdieron sus vehículos. La fábrica Good Year fue incendiada por la turba. En la ciudad, la policía recuperó el control recién en horas de la noche. Sostienen algunos que muchos más murieron en las calles, pero esos cadáveres fueron desaparecidos.
Fue tal el grado de conmoción que el gobierno que presidía Fernando Belaúnde Terry debió suspender las garantías constitucionales por espacio de un mes.
Dos días después de la tragedia, la policía capturó al Negro Bomba.
La cifra oficial de muertos arrojó 328. Los heridos superaron los cuatro mil. Ha sido la peor tragedia en un estadio de fútbol de Sudamérica. Tras ese lamentable episodio el Estadio Nacional cerró sus puertas cerca de seis meses y cuando regresó la afición a presenciar el fútbol en sus graderías ya se había eliminado la zona que circundaba toda la parte baja. Y su capacidad inicial de 53 mil aficionados se redujo a 45 mil.
Aunque el partido no terminó, a Argentina se le concedió la victoria y el campeonato fue cancelado. Los albicelestes se ubicaban en el primer lugar de la tabla de posiciones por lo que clasificaron a Tokio. Brasil y Perú jugaron meses después un partido para definir al segundo representante sudamericano a Tokio. El 7 de junio, Brasil goleó 4-0 a Perú.
Pero esa derrota no significó nada al lado de la absurda muerte que encontraron 328 hinchas al fútbol. Se dice que, tras la tragedia, el árbitro Pazos recibió tratamiento siquiátrico y se convirtió en cura. El Negro Bomba, proxeneta y delincuente, jamás imaginó que su acción originaría la peor tragedia en un estadio de fútbol del Perú.
Nunca más, desde aquella tarde lamentable, se cierran las puertas en un estadio de fútbol. A veces, las mejores lecciones se obtienen durante las peores desgracias. Sin embargo, el costo del aprendizaje fue demasiado elevado. 328 personas que no volverían nunca jamás a sus hogares. Una tragedia que enlutó a cada barrio limeño. Un hecho que nunca jamás se debe repetir.
Perú formó con Barrantes, Angel Guerrero, Javier Castillo, Héctor Chumpitaz, Armando Lara, Sánchez, Enrique Rodriguez, Luis Zavala, Enrique Casaretto, Inocencio La Rosa y Victor “Kilo” Lobatón.
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